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En un texto clásico, Misión del bibliotecario –con el que inaugura el II Congreso internacional de Bibliotecas y Bibliografía en 1935– señala José Ortega y Gasset que una de esas misiones es ser domador del libro enfurecido. Y aunque sus palabras lleguen hasta nuestros días con la interferencia de aquella retórica crepitante que tanto gustaba a su círculo y tanto envejece, no ocultan que este oficio de la biblioteca tiene un brillo y una novedad que ilumina y deja, como la pieza clave de cada biblioteca escolar, a su responsable, al docente encargado de hacer vivir los libros, en el centro de la pista. La evocación del domador, suavizada acaso por el trazo imaginario de un Seurat también circense, es afortunada: cada uno de sus movimientos anima el ritmo de la pista, porque su objetivo son, por encima de cualquier otro, los espectadores. Ese ha sido el proceso esencial –y la exigencia– de las últimas décadas; pasar del libro a los lectores, hasta acercarse en la actividad de éste a una definición, a una imagen conceptual de la lectura despojada del candor con que ahora la frecuentamos.
Es cierto que para conseguir este salto, que ya no concentra la atención en el libro sino que se interesa, sobre todo, por el lector, hay un paso previo, que la red de bibliotecas públicas de Extremadura ya ha conseguido: estar bien dotadas de fondos bibliográficos, medios y, ante todo, disponer de recursos humanos que faciliten su reconocimiento como foco de servicios culturales. Pero también lo es que aún nos espera una tarea imprescindible en las bibliotecas escolares: abrirlas, iluminarlas, arrancarlas de la monotonía lectiva. Y cada vez más bibliotecas de colegios e institutos entienden que este es su cometido, que son el eje de cualquier actividad y cualquier momento de la vida escolar.
El Plan de Fomento de la Lectura de Extremadura, dependiente de la Consejería de Cultura, forma parte de este compromiso, para el que fue creado, con la intención de incrementar el índice de lecturas por encima de la media nacional [y] aumentar los indicadores de uso de las Bibliotecas Públicas y Escolares; entre los ámbitos que atiende, relacionados con la lectura, aparecen de forma singular las bibliotecas y su contorno –por ejemplo, los clubes de lectura, que tan frecuentes son en Extremadura y con tanta satisfacción de sus integrantes–, así como la colaboración con las administraciones implicadas en la lectura.El Plan de Fomento de la Lectura tiene un horizonte inmenso, seguro de una labor que debe juzgarse a medio y largo plazo, pero estos retos no son superiores a los que esperan, en cada centro escolar, a los bibliotecarios escolares. No parece que sea este el momento de volver a recordar una situación que es de todos conocida, las carencias materiales y, esencialmente, de dotación personal, de ajuste del centro en torno a las necesidades de la biblioteca y no, como ocurre en muchos casos hasta el momento, de la biblioteca al despojo de los horarios –de otro modo, a veces esa pista de circo tiene más de Gutiérrez Solana que de Seurat–. Que la nueva Ley Orgánica de la Educación contemple, por primera vez, de forma explícita la atención y referencia a las bibliotecas escolares y a la lectura –como una tarea prioritaria, el fomento de la lectura y el uso de bibliotecas– es una circunstancia que abre una nueva perspectiva; la misma redacción del artículo ofrece esa idea de las biblioteca escolar que debe permitir que funcionen como un espacio abierto a la comunidad educativa de los centros respectivos. Un espacio abierto, acaso el revés de muchas situaciones actuales y, al tiempo, la mejor definición que encontramos de nuestra idea de biblioteca. Un espacio en el que celebrar actividades, al que se acude por la tarde o los fines de semana, actualizado y acogedor, referencia de los encuentros con autores y de los clubes de lectura, un espacio que cada veinticuatro de octubre tenga más motivos para celebrar el Día de la Biblioteca.
Dotada y bien cubierta, la biblioteca escolar seguirá siendo el corazón de cada colegio o instituto y, el responsable de esa biblioteca, un director de pista que la atiende, cada día, con la certeza de su compromiso: acercar a los alumnos y alumnas a la lectura y dejarlos prendidos en ella. Es verdad que casi cualquier actividad desarrollada en un centro escolar tiene algo de fomento de la lectura, y que algunos ámbitos esenciales de la lectura no suceden en la biblioteca, pero sí es seguro que el límite de los libros como un descubrimiento, una frontera que antes o después se cruza, está vinculado a ella. Entonces la biblioteca escolar se convierte, también, en un observatorio que permite intuir, con el paso de los días y los cursos, qué es eso tan difícil de definir que llamamos, casi siempre para entendernos, la lectura, un acontecimiento en el que vemos madurar a nuestros alumnos y que, con los años, nos disculpa de explicar su motivo y su sentido: lo hemos visto como ocurre en los fenómenos de la naturaleza, con la lentitud que no muestra los cambios hasta que no son evidentes y nos despiertan un día. Esta costumbre doméstica de la biblioteca escolar –la que acompañará a los alumnos durante muchos años hasta fundirse con la imagen de su recuerdo de infancia- es una buena fórmula para alejarse de la retórica de la lectura que siempre nos deja insatisfechos, mientras nos acercamos a la complicidad, a veces sin palabras, de los lectores, al conocimiento de las cosas y de nosotros que ofrecen los libros, mansos y oportunos ya de la mano de sus domadores, los bibliotecarios escolares.
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