El primer libro que me regalaron fue un minúsculo Nuevo Testamento una misionera entrañable en clase de religión en el colegio Juan XXIII de Mérida. Se llamaba por aquel entonces el colegio de la campana. Aún los conservo como un tesorillo, el libro y el recuerdo del colegio. Pero muchas veces me he preguntado si de la mitad de mi ser de escritora tiene la feliz culpa mi maestra doña Cati del colegio Trajano. Aquella vitrina pegada al rincón de la clase, al lado de la ventana donde escuchábamos zurear las palomas del jardincillo del museo de Santa Clara, por entonces el Museo de Mérida. Era una vitrina como el chinero de mi abuela Eulalia, mágica e inagotable. Cada vez que se abría y la mano de doña Cati, como la de un zahorí, pasaba por los lomos de los libros hasta posarse en uno, el elegido, me mantenía con el alma en vilo, pendiente del regalo de la semana. Bendito regalo prestado. El primer libro que leí de un tirón fue Veinte mil leguas de viaje submarino. Nada más premonitorio. Empezó mi larga travesía, ese fue mi génesis por la tierra, por la reunión de las aguas llamadas mares, y los sueños de los cielos. Espero no encontrarme nunca un vendedor engañoso, a su vez engañado por un mendigo, que me venda un libro de arena como el de Borges, sin principio ni fin... todos los libros se deben cerrar sólo con los ojos, nunca con el corazón.
Esa biblioteca de aula de doña Cati, tan modesta y dotada con el buen criterio de una maestra celosa del buen leer y valorar tan alto el universo del libro, ha sido el patrón que ha regido la adolescencia de muchas niñas y niños. Somos más sociables leyendo, ampliamos los horizontes de la vida, la cultura deja de ser una entelequia, el pensamiento se concreta y desarrolla, los paisajes toman forma y nos convierten en viajeros sabios por la geografía del planeta. Conocimiento, palabra llave, una palabra, que como diría Blas de Otero, siempre nos quedará por encima de todo. Y por supuesto, no hay que olvidar el placer de leer. O el placer de escribir. O ambas cosas.
Los maestros y profesores tienen en sus manos la arcilla fresca de los niños para inculcarles para siempre capacidades y aptitudes que desarrollen sus destrezas y habilidades en general. Junto a las bibliotecas escolares, usan variados recursos didácticos de ayuda inestimable que saben aplicar para atraer la atención y captación de las niñas y niños, y más en una era modernísima como la nuestra con los medios audiovisuales y electrónicos y una gran cantidad de documentos bibliográficos nunca soñados antes. Mi aplauso a estos docentes de hoy, mi admiración como lectora/escritora. Su labor debe ser premiada por siempre en el recuerdo y agradecimiento, no hay mejor monumento a la maestra y al maestro, a la profesora y al profesor. Un docente que ama el libro, que lee ávidamente para conocer el texto y saber qué aconsejar, que mima la biblioteca, que prende esa llama lectora en el interés de los alumnos... eso sí que es una joya de quilates en el reino de las palabras. Desde esta revista Pinakes, un lujo sorprendente para mí, inclino mi pluma en homenaje hacia ellos. He vivido como autora momentos sin precio en el Colegio Rural Agrupado Gloria Fuertes de la Campiña Sur con niños de Fuente del Arco, Trasierra, Casas de Reina y Reina. En el Colegio Nuestra Señora de la Granada-Santo Ángel de Llerena. En el Colegio Público César Hurtado Delicado de Valverde de Leganés. En Salvatierra de Santiago, en Almendralejo... Inolvidable.
Adquirir hábito de lectura es una lucha contra los juegos en la calle, las consolas, la televisión, e incluso contra el ordenador con internet que ofrece tantos juegos y diversiones. Dosificar, encontrar el término medio. Esa sería la fórmula secreta de estos alquimistas. Convertir a los niños en reporteros de los periódicos y revistas escolares, conozco la revista digital del IES Sáenz de Buruaga de Mérida, Al otro lado del río, por la dulce entrevista que agradeceré siempre a David y los momentos que disfruté con ellos en varias ocasiones. Mientras que docentes de nuestros colegios e institutos extremeños ganen premios de dentro y fuera de nuestra tierra, quiere decir viento en popa, a toda vela, no corta el mar, sino vuela... en un verso de Espronceda, vuela nuestra estima como extremeños y universales de la cultura.
Cuando fui monitora dos años de un taller de lectura en la Asociación Cultural La Tajuela de Mérida, diez o doce mujeres de todas las edades, un hombre y dos niños de doce y catorce años, aprendí que el libro es una herramienta multiusos y que el leer no es solo aprender, ocio o evasión, es también una garantía de valor social. Al aumentar la estima de uno mismo y aprender a codearse en las bibliotecas públicas, se siente un protagonismo nuevo y especial de cara a los demás. Un libro bajo el brazo por la calle incita a la intriga de los demás, a la sorpresa de algunos, a la alegría de otros. Esa, o ese, leen... El libro bajo los ojos sentados en un banco del parque o esperando en la consulta del médico, ya es lo máximo. Quien lo practica, lo sabe.
Mis facetas de escritora me hacen ver y sentir mundos distintos pero no contrapuestos. Cuando doy un recital de poesía, una charla o conferencia sobre literatura y el mundo del escribidor (a lo Vargas Llosa), cuando hablo de mi narrativa para adultos o de teatro, los lectores que ahora escuchan en clave de persona mayor, son de distintos registros que cuando estoy con los niños y jóvenes en un plano más informal. Todo tiene otra lectura, en la ambigüedad de la frase. Pero la finalidad es la misma. Transmitir, enseñar, entretener y recíprocamente enriquecernos. No existiría un autor sin un lector. Y a la inversa.
Yo también disfruto como una cría con los cuentos infantiles y juveniles. Los creo, recreo y vivo. Con Típiri-típiri, el duende sastre regresé al ensueño del cuento familiar, lo ilustró preciosamente Isidro Belloso y nos lo publicó la Biblioteca Municipal Juan Pablo Forner de Mérida. Me siento muy orgullosa de la acogida que aún tiene, un cuento nunca duerme en el tiempo. Después nace El gato Ovidio, siete cuentos como los siete enanitos de Blancanieves, para niños entre 9 y 11 años, ilustrado también por Isidro Belloso y publicados por De la luna libros. Con esta aventura sigo navegando por las veinte mil leguas de la literatura y cada noche abro sigilosamente la vitrina de doña Cati para que los libros allí atesorados me vuelvan a confirmar que no hay mayor riqueza que la sabiduría de la lectura.
No os desaniméis, que los libros, los niños y vosotros, sois la historia interminable de la vida. Por fortuna.