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  NÚMERO 3 \ ÁNGELES CASO
 

ÁNGELES CASO. MI GENIO DE LOS LIBROS

Escritora y autora del libro “Las Olvidadas: una historia de mujeres creadoras”

Cuando yo tenía 3 ó 4 años, mi padre solía llegar a casa al anochecer. Mis hermanos y yo lo esperábamos con los pijamas ya puestos, dispuestos para cenar e irnos enseguida a la cama.

Pero antes estaba el ritual, el rato cotidiano de la magia. Cuando él cerraba la puerta del piso y agitaba las llaves en el aire, nosotros íbamos corriendo por el largo pasillo a abrazarlo. Y entonces llegaba el Momento: mi padre se sentaba con nosotros a su alrededor, repartidos entre sus rodillas y el suelo, y nos contaba historias. Mi madre y las demás mujeres de la familia nos hacían escuchar a menudo los cuentos infantiles, Caperucita, Pulgarcito, Blancanieves, o aquel Soldadito de plomo que tanto me gustaba. Pero lo de mi padre eran Historias, con mayúsculas. Creo que esa condición mayor no sólo tenía que ver con el contenido, sino también con su manera de contarlas o leerlas, con aquella voz templada y lenta, y supongo que con el mero hecho del deslumbramiento que cualquier niña pequeña siente ante la presencia de su padre. El caso es que, de pronto, el mundo se paralizaba y tan sólo existía su voz narrándonos las aventuras de Ulises o de Alonso Quijano o de Lázaro de Tormes, recitándonos poemas del viejo Romancero, en cuya búsqueda él había trabajado bajo la dirección de Don Ramón Menéndez Pidal antes de dedicarse a la enseñanza de la literatura. “Quien hubiera tal ventura / sobre las aguas del mar / como hubo el infante Arnaldos / la mañana de San Juan.” Él decía esas palabras y yo, recuerdo, suspendía hasta la respiración. Todo un mundo de posibilidades maravillosas se desplegaba en mi imaginación. Y luego, cuando llegaba el final inconcluso del poema y el infante se quedaba allí sobre la arena de la playa, extasiado, mientras el marinero le decía aquellos versos que después he convertido en mi vida en algo así como un lema –“Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va.”-, yo sentía unas ganas tremendas de continuar la historia, de embarcar a Arnaldos en la galera y lanzarlo a los mares y hacerle vivir toda clase de sucesos extraordinarios...

“… Y permitirles que puedan elegir lo que leen, de tal manera que relacionen la literatura con el placer y no con el deber.”

Fue en aquellas tardes junto a mi padre cuando supe que quería ser escritora. Mejor dicho, por expresarlo tal y como yo me lo decía a mí misma por aquel entonces, supe que me gustaría ser capaz de provocar algún día en otros la misma emoción que aquellas historias, contadas por aquella voz, provocaban en mí. Esa vocación es una de las muchas cosas hermosas que le debo a mi padre. Pero también le debo algo más básico y previo, la pasión por la lectura. Fui de niña una lectora precoz, entusiasta y heterodoxa. Desde muy pequeña, levantarme por las mañanas era para mí un auténtico suplicio, porque las noches se alargaban irremediablemente sin que fuera capaz de encontrar el momento de cerrar el libro que tuviera entre manos, apagar la luz y decidirme a dormir. La escasez de horas de sueño a causa de la lectura me persiguió durante años. No obstante valía la pena: a lo largo del día podía haber infinidad de momentos fantásticos, pero pocos eran comparables al de deslizarme entre las sábanas, encender la lamparilla de mi cama y ponerme a leer.

Esa sensación de reencontrarme a solas y en silencio con los “amigos” cuyas vidas se desarrollaban ante mis ojos durante la noche era -y aún es- algo tan especial, que no es fácil encontrar las palabras para explicárselo a quien no lo ha vivido. Pero todos aquellos que gozamos de ese privilegio recordamos, con la misma intensidad que si los hubiéramos conocido físicamente, las existencias de un montón de seres imaginarios y, sin embargo, tan cercanos e interesantes, tan añorados y hasta queridos como las personas reales con las que hayamos podido encontrarnos.


Los míos, mis “amigos de los libros”, eran variados y diversos en condición, edad, tiempo histórico, sexo y vivencias. Desde Tintín hasta la Celia de Elena Fortún -cuyo nombre lleva mi propia hija como un homenaje a mi infancia y a la literatura-, desde Guillermo Brown hasta la maravillosa Jo de Mujercitas que tanto ha marcado a generaciones y generaciones de mujeres luchadoras, todo tenía cabida en mi posibilidad de disfrute: las ediciones infantiles de La Odisea o El Quijote, los cómics de Astérix, La isla del tesoro, Heidi, Los viajes de Gulliver, El club del Pino Solitario, Moby Dick, Las aventuras de Tom Sawyer... Uno tras otro -y a menudo una y otra vez- todos esos libros y todos sus personajes iban pasando por mi mente y dejando en ella la marca indeleble de la empatía y la infinita curiosidad que caracterizan, creo, a los buenos lectores.

La mayoría de esas lecturas eran inducidas por mi padre, incluso la de los tebeos. Él, igual que yo ahora, creía en la literatura como una forma de conocimiento, pero también creía en la risa. Y en la suprema libertad del lector. No recuerdo que jamás nos negara la posibilidad de acceder a ningún libro, fuera cual fuese su contenido. Pero tampoco que nunca nos regañara o pusiera mala cara si le devolvíamos sin terminar alguno que nos hubiera proporcionado. Y, por supuesto, siempre podíamos preguntarle todas las dudas que tuviéramos sabiendo que serían respondidas sin miedo a ninguna posible crudeza y que cada una de aquellas obras podría ser entendida por nosotros en su complejidad gracias a sus explicaciones. Quizás esos sean algunos de los buenos trucos para convertir a los niños o a los adolescentes en amantes de la lectura: compartir con ellos todo lo que sabemos sobre los libros para ayudarles así a iluminar sus significados. Y permitirles que puedan elegir lo que leen, de tal manera que relacionen la literatura con el placer y no con el deber. Tal vez, pienso, si la enseñanza fuera más flexible a ese respecto se obtendrían mejores resultados.

Conmigo al menos funcionó: animada por la sabiduría de mi padre y por su respeto hacia mis gustos, me convertí en una lectora voraz, “enganchada” primero a los libros que él me iba procurando y luego a los que comencé a descubrir por mí misma. Y así sigo, creyendo firmemente que en la literatura está la respuesta a muchas de mis preguntas y la posibilidad de plantearme otras nuevas, confiando en que en ella encontraré compañía y seguridad. Siempre me he resistido con todas mis fuerzas a perder esa pasión y esa entrega, a justificar que leo poco porque el día a día no me deja tiempo. Siempre, pase lo que pase, encuentro ese tiempo, y a veces me he visto a mí misma leyendo en las situaciones más increíbles, mientras mecía por ejemplo la cuna de mi hija para dormirla, mientras preparo algo en la cocina, mientras me peino en el baño... He conseguido organizar mis lecturas de tal manera que siempre tengo un montón de ilusiones por cumplir, como regalos que me hago en determinados momentos. Así, cuando por un instante me agarra el aburrimiento, caigo sobre Proust o Dostoievski, tan inagotables, o vuelvo por enésima vez a Goethe o a Homero buscando una lectura diferente que tenga que ver con mi momento presente. Y cada día doy gracias a los dioses por haber permitido que exista la literatura, sin la cual mi vida sería, qué duda cabe, infinitamente peor.

Lo único malo es que ahora ya no puedo hablar con mi padre de los libros que leo. Ya no puedo devolverle sus consejos, como a veces ocurría en los últimos años, cuando me permití ofrecerle algún libro a él, mi genio de los libros: se murió justo en el momento en que yo empecé a publicar mis propios libros, cuando alcancé el sueño que él había hecho nacer en mí. Él me condujo con su mano sabia y suave hasta ese lugar mágico y, cuando estuve al fin ahí, me soltó definitivamente. Así fue. A veces la vida se parece a los libros, incluso en los finales tristes.

 
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