Cuando
yo tenía 3 ó 4 años, mi padre solía
llegar a casa al anochecer. Mis hermanos y yo lo esperábamos
con los pijamas ya puestos, dispuestos para cenar e irnos
enseguida a la cama.
Pero antes estaba el ritual, el rato cotidiano
de la magia. Cuando él cerraba la puerta del piso y
agitaba las llaves en el aire, nosotros íbamos corriendo
por el largo pasillo a abrazarlo. Y entonces llegaba el Momento:
mi padre se sentaba con nosotros a su alrededor, repartidos
entre sus rodillas y el suelo, y nos contaba historias. Mi
madre y las demás mujeres de la familia nos hacían
escuchar a menudo los cuentos infantiles, Caperucita, Pulgarcito,
Blancanieves, o aquel Soldadito de plomo que tanto me gustaba.
Pero lo de mi padre eran Historias, con mayúsculas.
Creo que esa condición mayor no sólo tenía
que ver con el contenido, sino también con su manera
de contarlas o leerlas, con aquella voz templada y lenta,
y supongo que con el mero hecho del deslumbramiento que cualquier
niña pequeña siente ante la presencia de su
padre. El caso es que, de pronto, el mundo se paralizaba y
tan sólo existía su voz narrándonos las
aventuras de Ulises o de Alonso Quijano o de Lázaro
de Tormes, recitándonos poemas del viejo Romancero,
en cuya búsqueda él había trabajado bajo
la dirección de Don Ramón Menéndez Pidal
antes de dedicarse a la enseñanza de la literatura.
“Quien hubiera tal ventura / sobre las aguas del mar
/ como hubo el infante Arnaldos / la mañana de San
Juan.” Él decía esas palabras y yo, recuerdo,
suspendía hasta la respiración. Todo un mundo
de posibilidades maravillosas se desplegaba en mi imaginación.
Y luego, cuando llegaba el final inconcluso del poema y el
infante se quedaba allí sobre la arena de la playa,
extasiado, mientras el marinero le decía aquellos versos
que después he convertido en mi vida en algo así
como un lema –“Yo no digo mi canción /
sino a quien conmigo va.”-, yo sentía unas ganas
tremendas de continuar la historia, de embarcar a Arnaldos
en la galera y lanzarlo a los mares y hacerle vivir toda clase
de sucesos extraordinarios...
“… Y
permitirles que puedan elegir lo que leen, de tal manera que
relacionen la literatura con el placer y no con el deber.”
Fue en aquellas tardes junto a mi padre cuando
supe que quería ser escritora. Mejor dicho, por expresarlo
tal y como yo me lo decía a mí misma por aquel
entonces, supe que me gustaría ser capaz de provocar
algún día en otros la misma emoción que
aquellas historias, contadas por aquella voz, provocaban en
mí. Esa vocación es una de las muchas cosas
hermosas que le debo a mi padre. Pero también le debo
algo más básico y previo, la pasión por
la lectura. Fui de niña una lectora precoz, entusiasta
y heterodoxa. Desde muy pequeña, levantarme por las
mañanas era para mí un auténtico suplicio,
porque las noches se alargaban irremediablemente sin que fuera
capaz de encontrar el momento de cerrar el libro que tuviera
entre manos, apagar la luz y decidirme a dormir. La escasez
de horas de sueño a causa de la lectura me persiguió
durante años. No obstante valía la pena: a lo
largo del día podía haber infinidad de momentos
fantásticos, pero pocos eran comparables al de deslizarme
entre las sábanas, encender la lamparilla de mi cama
y ponerme a leer.
Esa sensación de reencontrarme a
solas y en silencio con los “amigos” cuyas vidas
se desarrollaban ante mis ojos durante la noche era -y aún
es- algo tan especial, que no es fácil encontrar las
palabras para explicárselo a quien no lo ha vivido.
Pero todos aquellos que gozamos de ese privilegio recordamos,
con la misma intensidad que si los hubiéramos conocido
físicamente, las existencias de un montón de
seres imaginarios y, sin embargo, tan cercanos e interesantes,
tan añorados y hasta queridos como las personas reales
con las que hayamos podido encontrarnos.
Los míos, mis “amigos de los libros”, eran
variados y diversos en condición, edad, tiempo histórico,
sexo y vivencias. Desde Tintín hasta la Celia de Elena
Fortún -cuyo nombre lleva mi propia hija como un homenaje
a mi infancia y a la literatura-, desde Guillermo Brown hasta
la maravillosa Jo de Mujercitas que tanto ha marcado a generaciones
y generaciones de mujeres luchadoras, todo tenía cabida
en mi posibilidad de disfrute: las ediciones infantiles de
La Odisea o El Quijote, los cómics de Astérix,
La isla del tesoro, Heidi, Los viajes de Gulliver, El club
del Pino Solitario, Moby Dick, Las aventuras de Tom Sawyer...
Uno tras otro -y a menudo una y otra vez- todos esos libros
y todos sus personajes iban pasando por mi mente y dejando
en ella la marca indeleble de la empatía y la infinita
curiosidad que caracterizan, creo, a los buenos lectores.
La mayoría de esas lecturas eran inducidas
por mi padre, incluso la de los tebeos. Él, igual que
yo ahora, creía en la literatura como una forma de
conocimiento, pero también creía en la risa.
Y en la suprema libertad del lector. No recuerdo que jamás
nos negara la posibilidad de acceder a ningún libro,
fuera cual fuese su contenido. Pero tampoco que nunca nos
regañara o pusiera mala cara si le devolvíamos
sin terminar alguno que nos hubiera proporcionado. Y, por
supuesto, siempre podíamos preguntarle todas las dudas
que tuviéramos sabiendo que serían respondidas
sin miedo a ninguna posible crudeza y que cada una de aquellas
obras podría ser entendida por nosotros en su complejidad
gracias a sus explicaciones. Quizás esos sean algunos
de los buenos trucos para convertir a los niños o a
los adolescentes en amantes de la lectura: compartir con ellos
todo lo que sabemos sobre los libros para ayudarles así
a iluminar sus significados. Y permitirles que puedan elegir
lo que leen, de tal manera que relacionen la literatura con
el placer y no con el deber. Tal vez, pienso, si la enseñanza
fuera más flexible a ese respecto se obtendrían
mejores resultados.
Conmigo al menos funcionó: animada
por la sabiduría de mi padre y por su respeto hacia
mis gustos, me convertí en una lectora voraz, “enganchada”
primero a los libros que él me iba procurando y luego
a los que comencé a descubrir por mí misma.
Y así sigo, creyendo firmemente que en la literatura
está la respuesta a muchas de mis preguntas y la posibilidad
de plantearme otras nuevas, confiando en que en ella encontraré
compañía y seguridad. Siempre me he resistido
con todas mis fuerzas a perder esa pasión y esa entrega,
a justificar que leo poco porque el día a día
no me deja tiempo. Siempre, pase lo que pase, encuentro ese
tiempo, y a veces me he visto a mí misma leyendo en
las situaciones más increíbles, mientras mecía
por ejemplo la cuna de mi hija para dormirla, mientras preparo
algo en la cocina, mientras me peino en el baño...
He conseguido organizar mis lecturas de tal manera que siempre
tengo un montón de ilusiones por cumplir, como regalos
que me hago en determinados momentos. Así, cuando por
un instante me agarra el aburrimiento, caigo sobre Proust
o Dostoievski, tan inagotables, o vuelvo por enésima
vez a Goethe o a Homero buscando una lectura diferente que
tenga que ver con mi momento presente. Y cada día doy
gracias a los dioses por haber permitido que exista la literatura,
sin la cual mi vida sería, qué duda cabe, infinitamente
peor.
Lo único malo es que ahora ya no puedo
hablar con mi padre de los libros que leo. Ya no puedo devolverle
sus consejos, como a veces ocurría en los últimos
años, cuando me permití ofrecerle algún
libro a él, mi genio de los libros: se murió
justo en el momento en que yo empecé a publicar mis
propios libros, cuando alcancé el sueño que
él había hecho nacer en mí. Él
me condujo con su mano sabia y suave hasta ese lugar mágico
y, cuando estuve al fin ahí, me soltó definitivamente.
Así fue. A veces la vida se parece a los libros, incluso
en los finales tristes. |