No sé dónde leí que Hemingway había escrito o dicho algo parecido a esto: el bagaje de lecturas de toda la vida de un hombre lo constituye lo que haya leído antes de los 21 años. Aunque no literalmente, recuerdo muy bien esas palabras, porque cuando me llegaron ya había superado esa edad, y me parecieron terribles: intuía en ellas lo ineludible de la verdad, y daban al traste, suponía yo, con lo que iba a ser un pilar de mi "futura" existencia: la entrega placentera (y ávida) a la lectura. ¿Cómo podía "decirme eso" Hemingway, cuyo Viejo y el mar todavía me lacera, cuando yo pensaba "pasarme la vida" leyendo, y tenía, aún, tantísimo por leer? Luego he comprendido cuánta razón le asistía. Lo que Hemingway quería decir es que, pasada cierta "curva del camino" ya nunca volverá a leerse de la misma manera (y no es una cuestión de voluntad): que los libros no entrarán tan fina y silenciosamente hasta los huesos y, sobre todo, que lo que se lea después no marcará ni cambiará la vida, como puede hacerlo la lectura de la infancia, la adolescencia, o la primera juventud. Cuántas veces he echado de menos esa lectura "limpia", sin el filtro del (poco o mucho) conocimiento, de la (poca o mucha) experiencia. Nunca como entonces vida y lectura se funden y se confunden. Por eso es tan importante leer cuando se es muy joven, con la certeza, claro está, de que si llegamos a los veintiuno habiendo leído seremos más ricos que si lo hacemos sin haberlo hecho . Una de esas riquezas que sobreviven a cualquier tipo de ruina: venga después lo que venga, las horas de silencio entre páginas formarán parte del ADN de nuestra sensibilidad, y también del de nuestra experiencia: porque la lectura, entonces y para siempre, es tan experiencia como lo es la vida: es vida. En mi colegio no había biblioteca o, al menos, no la recuerdo, lo que quiere decir que, si existía, era un lugar con poca presencia en el mundo escolar. Otros territorios de la magia de la palabra, de la imaginación y del "saber" ocupaban ese vacío: el imán de la pizarra y de la tiza blanca, la metáfora indescifrable de los mapas, la escritura, torpe y cuidadosa, en los cuadernos (objetos sagrados), y los libros de texto: nada comparable a la ilusión de prepararlos al final del verano, a la ceremonia del "forrado" y al momento de estampar el nombre, marcando una posesión (¡de un libro!) aunque fuera pasajera, porque, con toda seguridad, sería después heredado. Al mismo tiempo, en casa, sin orden ni concierto, una serie deslavazada de volúmenes inolvidables: algún libro de cuentos (uno, en particular, una recopilación de Andersen que pertenecía a mi hermana pequeña (uno de esos regalos envidiados) que leí una y otra vez y cuyos "dibujos" veía sin cansarme nunca); los primeros tebeos; los libros de aventuras adaptados: en la página izquierda el texto, en la derecha la novela abreviada en viñetas (en un santiamén acababas con La isla del tesoro , con Tom Sawyer o con Viaje al centro de la tierra ). Eran pocos libros, maltratados por mis hermanos y por mí, que acudíamos a ellos sin muchos miramientos (ahora pienso que debían de ser de muy buena calidad, porque duraron años con las tripas fuera, el cosido de los lomos al descubierto, las tapas cambiadas entre sí, cercenados muchos, mezclados con nosotros de una manera natural, como los "bolindres" de los chicos o las "mariquitas" de las chicas). Daba igual: son una parte insobornable de mi infancia. Y, claro está, la biblioteca "estrella" de la casa, la que ocupaba el salón en que se recibía a las visitas: unas cuantas enciclopedias compradas con esfuerzo por nuestros padres, en parte para ayudarnos con los estudios, en parte para rellenar "dignamente" los huecos de los muebles. Enseguida fueron objeto de delicia: no impartieron saber, pero sí distracción; eran un juguete más: aquella serie roja, el Dime por qué, Dime cuéntame, Dime quién fue... llenó muchas tardes de verano. O aquel libro sobre el cuerpo humano, libro "prohibido", que había que acechar lejos de las miradas paternas.
La biblioteca del instituto (La Laboral de Cáceres) estaba destinada casi únicamente al estudio de las alumnas internas. Pero allí, en "La Laboral", ocurría un milagro: los profesores de Literatura venían a clase cargados con libros, muchos, que repartían entre los alumnos. Si leíamos a Lope, por ejemplo, aparecían por la puerta con una torre de Fuenteovejunas . Podíamos quedarnos con uno "para nosotros" durante una semana, y devolverlo después para cambiarlo por otro relacionado, con lo que íbamos estudiando y comentando. El libro era nuestro manual de trabajo durante las clases correspondientes: lo traíamos al aula, seguíamos los fragmentos leídos en "nuestro" ejemplar... leíamos mucho en voz alta. En aquellos años de BUP y COU pasaron por mis manos no sé cuántos libros que fueron "míos" (siendo del Centro), y que llevaba conmigo a todas partes: de los versos de Garcilaso a los de Miguel Hernández, del Cantar de Mio Cid a Tiempo de silencio . Unos mejor entendidos que otros, todos "disfrutados" con el extraño orgullo que me proporcionaba "tener" libros mediante un procedimiento tan fácil y tan generoso. Ésa sí que era una biblioteca viva.
Por aquellos años, la fortuna me acercó a lo que ya para siempre sería modelo de biblioteca-templo, un lugar de culto que desprendía a través de sus puertas con cristales vidriados un resplandor de paraíso en la tierra. Desde los catorce años, por amistad con su hijo José Luis, tuve acceso a la biblioteca del profesor, poeta y bibliófilo (no sabría decir en qué orden) Juan Manuel Rozas. Algunas tardes, mientras descansábamos de nuestro estudio, Juan Manuel o Tina, su mujer, nos hacían pasar a lo que era también el despacho del maestro: una doble estancia forrada de libros hasta el techo. El olor, los colores y el dorado de las encuadernaciones, la mesa y los papeles de Juan Manuel que rezumaban placer en el trabajo y sabiduría... Hojeábamos libros del Siglo de Oro, primeras ediciones de la novela del XIX, y todo el gran siglo XX, toda la gran poesía del siglo XX en particular, en ejemplares a menudo con dedicatorias manuscritas y dibujos de Juan Ramón, de Lorca, de Cernuda... A veces no entendía sino mi propia fascinación, pero era más que suficiente. No hacía falta ser muy mayor para darse cuenta de que en aquella biblioteca los libros testimoniaban que habían sido objeto de una existencia que los amaba: como si fueran animales queridísimos, Juan Manuel los acariciaba con delicadeza, y no pesaban entre sus manos. No había vuelta atrás. Cómo no amarlos yo, ya para siempre. Los libros se mezclan hoy con mis días como se mezclaban los cuentos con los juguetes. Crecen a mi alrededor como crecí con ellos: naturalmente. Son el conocimiento como lo fueron el instituto y la escuela; resumen esos años tanto como aquellas amistades, el ruido del recreo, como la luz brillante que irrumpía en las clases anunciando el verano. Dibujan la geografía de mi existencia.
Y si me pierdo sé adónde ir, porque tuve la suerte de dar con ellos, con los libros, en la edad en que la pasión (y no es una cuestión de voluntad, insisto) puede, imperceptiblemente, convertirse en costumbre. |