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  NÚMERO 7
 

REALIDAD Y FICCIÓN EN LA NOVELA HISTÓRICA.

Jesús Sánchez Adalid
Premio Fernando Lara de Novela 2007
 

Mi interés como creador no radica en novelar los asuntos del pasado con el riguroso apego de la historiografía a los hechos registrados en las fuentes históricas, de tal modo que la novela pudiera sustituir a la historia. La finalidad principal que persigo es entretener al lector. Pero no desdeño otros fines, digamos, secundarios, como el de enriquecerle, aprovechando la fuerza evocadora del pasado en los términos de la novela histórica, cuya forma más notable es la de resultar idónea para recrear el universo estético del costumbrismo y de la tradición romántica de un pasado más o menos conocido, estudiado.

Creo sinceramente que la novela histórica tradicional, honesta, incorpora una forma de conocimiento, de saber histórico, y una construcción discursiva que depende de la pluma de los historiadores, aun cuando esté regida por cánones compositivos propios. Es ficción, por supuesto, pero insertada en un armazón histórico veraz, estudiado, investigado a fondo.

A los hombres les interesó siempre contar el pasado. Desde Homero, Petronio y Apuleyo, la primera tarea de un narrador ha sido acopiar los hechos, armar su legajo y dejar que la imaginación y el estilo hagan el resto. El investigador organiza y redacta su pesquisa, pero usualmente no añade la fabulación, ni recurre a los artificios de la expresión artística. El novelista histórico, en cambio, debe tener como finalidad esencial contar una historia interesante; en el marco de los hechos verídicos.

Por estas razones, en todas mis novelas hay mucho de documento. Las preparo cuidadosamente investigando en archivos y bibliotecas. Hasta ahí, en nada difiere el método del que se utiliza para hacer una crónica o un trabajo de investigación histórica. Tomo notas, clasifico la información, desecho lo que no me sirve y enriquezco imaginativamente lo que permanece. Entra a jugar, además, la vivencia personal. Esa masa informativa debe ser desarrollada artísticamente, envuelta en un ropaje suntuoso, ornamentada y aromatizada. Si falta este aderezo, quizás tengamos un informe científico o un reportaje, pero no una novela. En ciertas ocasiones he afirmado en alguna entrevista que no aspiraba a ser otra cosa que un testigo desde mi tiempo, un observador de la época, un juglar que pregona la historia.

Además, es cierto eso de que en toda obra literaria suele haber elementos autobiográficos. Un novelista parte, ante todo, de su propia experiencia, de su vida personal. En el caso de Proust, por ejemplo, su vida y circunstancia son dominantes.

Casi siempre comienzo mis novelas basándome en el hecho real concreto. Y otras veces utilizo elementos inventados, aunque solamente como puntos de partida. Después los personajes se independizan, cobran vuelo propio, reclaman sus peripecias, sus alternativas. Soy consciente de que esto puede parecer una fantasía de autor, pero ocurre realmente así. Siempre me sorprenden y acaban fascinándome los secretos meandros por los cuales transcurre la imaginación, su misteriosa manera de brotar. Cuando menos se espera, comienza a manifestarse el albedrío de los personajes reclamando un sendero propio y debemos estar dispuestos a someternos dócilmente, pues, si nos atenemos con inflexibilidad al plan original, podemos frustrar la espontaneidad, tan necesaria en el proceso creativo.

Una de mis dificultades mayores al escribir consiste en aliviar de su carga ideológica lo que escribo; con frecuencia las ideas arrasan con la narrativa. Recuerdo que, cuando escribí El Mozárabe , al releer algunos capítulos terminados me encontré con ciertos pasajes que idealizaban demasiado el pasado, a la manera de las antiguas crónicas hechas por los vencedores. La tarea más difícil consistió en convertir a Almanzor en un personaje atractivo, un héroe, tal y como lo consideraron sus contemporáneos; y no una bestia, cual fue la imagen que nos han dejado las crónicas cristianas. Por ejemplo, el Códice burguense nos dice literalmente que “Murió Almanzor al fin y fue enterrado en el infierno” . Tuve que destruir mucho, rescribir, comenzar de nuevo, en suma, para que Almanzor fuera un seductor irresistible que, gracias a su gran atractivo y magnetismo personal llegara a lo más alto. Esa fue una lucha agónica en la que empleé muchas horas. Al final creo que logré un balance satisfactorio. Es posible que en El Cautivo y en La Sublime Puerta no haya contado con la misma obsesión reelaboradora.

Muchos críticos afirman que Félix de Lusitania es el más autobiográfico de mis personajes y, efectivamente, hay muchos elementos de mi vivencia personal en ese carácter, pero debo confesar que Félix contiene las experiencias de no menos de cuatro de mis amigos de la adolescencia. Lo mismo me sucede con Luís María de Monroy.

Es cierto que El mozárabe ha sido la novela más leída de las que he escrito. Y quizás la más documentada. También debo reconocer que la escribí cuando aún no dominaba muchos resortes de este oficio que he ido conociendo con el tiempo y la práctica.

Sin embargo, tanto El Cautivo como La Sublime puerta son novelas escrita con todos los requerimientos del género. No sólo documento y testimonio, sino siendo plenamente consciente de que hacía un auténtico ejercicio para esclarecer el equilibrio entre imaginación y realidad. Ya me he referido anteriormente a ello. Partí de la figura de don Álvaro de Sande. Leí todo lo que pude sobre la época de Carlos V y Felipe II; releí a los clásicos del XVI. Llegó un momento en que casi me sentía un cronista de aquel tiempo. Fue algo realmente mágico. Disfruté lo indecible escribiendo ambas novelas. El catedrático Emilio Sola de la Universidad de Alcalá de Henares me proporcionó un material extraordinario sobre las sociedades secretas de expías de Felipe II en la Constantinopla del Gran Turco y descubrí cosas de aquella época que, siendo reales, parecían auténtica ficción.

Hoy sigo disfrutando con mi personaje Luís María Monroy, el cual protagoniza mi última novela, que se titulará El Caballero de Alcántara . Me encanta saber que muchos lectores aguardan mi obra. La mayor dicha consiste en hacer felices a los demás.

 
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