I. Biblioteca y discursos más o menos grandilocuentes.
“Sea cual fuere la clasificación elegida, toda biblioteca tiraniza el acto de leer y fuerza al lector –al lector curioso-, al lector atento- a rescatar el libro de la categoría a la que ha sido condenado (…) Una sala configurada de acuerdo con categorías artificiales, como es el caso de una biblioteca, sugiere un universo lógico jardín-de-infancia, en el que todo tiene su sitio y su definición, proviene del sitio que ocupa” (A. Manguel).
Las relaciones entre bibliotecas y lectura son de las que no despiertan ningún tipo de fricción, ni de incompatibilidades de uso y profilaxis varias.
Es posible que con dicha actitud, más o menos ingenua o angelical, se olvide que nuestra concepción de la lectura, de los libros, de los lectores, de los efectos de la lectura, de la cultura, de las bibliotecas mismas, no es neutral ni aséptica.
No sólo depende de la propia formación específica que hayamos recibido de dichos conceptos y términos, sino, también, de un corpus terminológico que tiene que ver sobre la propia existencia, la política, el sexo, la felicidad y, por supuesto, de la opinión que tengamos formada de la enseñanza y aprendizaje de la lengua y de la literatura, y de la misma idea que tengamos del niño, del hombre y de la mujer.
Y, por supuesto, de lo que opinemos de la biblioteca, ese lugar polvoriento que, según Sciascia, revela la estupidez y la inutilidad de tanto conocimiento y saber acumulados por la humanidad.
Ni que decir tiene que quienes vivimos compulsivamente la lectura estamos más inclinados que nadie para decir enormidades conceptuales de lo que amamos, en este caso de los libros. Instalados en un irredento humanismo no concebimos la existencia sin ellos, tampoco sin bibliotecas, sin lectura. Más todavía, llegamos a sospechar, de modo infundado desde luego, que el día en que el mundo se vea privado de bibliotecas y de libros será el fin del mundo, o se producirán grandes cataclismos en gran parte del mapamundi. Aquejados por un complejo de Alejandría, impropio en la era digital en la que vivimos, no se acepta que haya gente que pueda ser feliz sin un Harry Potter bajo el sobaco o, si se quiere más delicadeza estética, sin un poema de Hölderlin en las pupilas.
La verdad es que, si en estos momentos desaparecieran todos los libros y todos los escritores, el mundo seguiría igual. Lo mismo cabría decir de las bibliotecas. Ninguna de las tragedias, que reducen la condición humana a mera conjetura existencial, es producto de la no lectura o de la presencia de una biblioteca. La mayoría de los problemas que tiene el ser humano no los producen los libros. Por lo tanto, difícilmente serán los libros quienes los solucionen.
Y, sin embargo, existe un discurso que echa sobre las anchas y mudas espaldas de las bibliotecas la solución de multitud de problemas, a cuál de ellos más extraños con el principio de causalidad, aunque comprensibles desde una perspectiva conductista.
Cierta retórica, en la que paradójicamente se instala también el poder –véase su Ley de Lectura, Libros y Bibliotecas, de junio de 2007-, encuentra en la biblioteca la panacea a casi todos los problemas que acucian al ser humano, no sólo los específicamente relativos al acto lector, que sería lo preceptivo, sino a multitud de conflictos en los que se ve envuelto el sujeto mondo y lirondo, lea o no lea. Porque los efectos de las bibliotecas se establecen de forma apriorística, antes, incluso, de que alguien decida entrar en dicho sancta sanctorum e impregnarse de sus conocimientos y de sus saberes.
Veamos.
Se nos asegura que las bibliotecas conservan indeleble la identidad histórica tanto individual y colectiva de los pueblos y naciones. Y se afirma como si dicha identidad existiera y sirviera para algo en la vida. La identidad es una noción como otra cualquiera y no resuelve ningún problema. Soy ampurdanés. ¿Y? ¿Soy de Almendralejo? ¿Y? La historia de la historia de la literatura –de cualquier comunidad- es un camelo inventado a penúltima hora con fines estrictamente políticos, y que no obedecen más que a un enfermizo fanatismo de instrumentalizar lo que pertenece a una realidad tan compleja como plural, tan diferente como caótica. (Sobre este particular, léase en J. C. Mainer, Historia, literatura y sociedad (y una coda española) , Madrid, Biblioteca Nueva, 2000. Especialmente, véase el capítulo "La invención de la literatura española").
Se presenta la biblioteca como un reducto, más o menos laico, más o menos sagrado, con cuyas mimbres los sujetos se fabricarán el cordón umbilical con el que ligarse a un mundo al que pertenecen. De esta imagen se deriva la interpretación de las bibliotecas como redes integradoras de los pueblos en la medida en que éstos leen un determinado canon de títulos y de autores propios, es decir, de un canon predestinado para ellos desde in illo tempore y por designio de vaya usted a saber qué entidad abstracta.
No solamente las bibliotecas garantizarán la cohesión de los pueblos y de las naciones, como ya defendiera Ménéndez y Pelayo y los padres de la Iglesia persiguiendo heterodoxos de toda calaña, sino que leyendo a ciertos autores también nos sentiremos partícipes de un destino común. ¡Qué ilusión!
No solamente. Hay gente que acepta sin pestañear que las bibliotecas están coadyuvando en la tarea constitucional de hacer ciudadanos únicos, grandes y libres, tan democráticos y cívicos como un artículo del filósofo Marina.
Felizmente, las bibliotecas no existen para satisfacer ningún tipo de delirio ilustrado con los que, a veces, ciertos prohombres de la política y de la cultura llenan su boca con sintagmas más o menos mohosos, y que se deshacen como un pastel de hojaldre, pues son pura filfa conceptual.
Un ejemplo vivo y coleante de esta manera de discurrir lo reflejaría la siguiente afirmación: “No hace falta ser hombre de buena voluntad para sostener que el déficit bibliotecario grava en muchos sentidos la capacidad de iniciativa intelectual y altera o imposibilita el humus indispensable para que se dé el potencial de inventiva humana que es la razón de ser del capitalismo democrático” (V. Puig, “Nuevo elogio de las bibliotecas”, El País ).
La falta de existencia de bibliotecas públicas no implica necesariamente que todas las personas sean unas descerebradas, que no lleven una vida interior más o menos intensa y que, incluso, no lean, y que, en fin, no tengan iniciativas para mejorarse éticamente, tanto individual como colectivamente. Y si la falta de bibliotecas disminuyera en muchos sentidos esa capacidad y esa iniciativa intelectuales sería cuestión de citarlos, para que así nos hiciéramos una idea de ellos y pudiéramos combatirlos. Cifrar en la existencia de las bibliotecas la garantía del desarrollo cerebral de la persona es un ideal ilustrado ejemplar, digno de tenerse en cuenta por parte de los poderes políticos culturales, pero solamente posible en la ingenuidad de quien sostenga dicho aserto. Además, el hecho de leer a secas, sea en biblioteca pública o retrete particular, no garantiza el cultivo de la racionalidad y volvernos razonables, menos aún.
Tampoco es cierto que la falta de bibliotecas anule o imposibilite la creatividad. Estoy convencido de que la mayoría de las personas creativas no pisan una biblioteca pública en su vida. Tampoco quiero decir con ello que una persona es más creativa cuanto menos pise una biblioteca. Ni lo pienso, ni lo sospecho. Lo que sí mantengo es que la creatividad no va ligada sin más a la lectura. Uno puede leer a Nabokov, Cervantes, Joyce, Sterne y Cortázar, y quedarse, en lo que a creatividad se refiere, in albis .
La creatividad es actividad compleja, tanto que confiarla a la lectura revelaría únicamente el desconocimiento de su funcionamiento.
Sabemos que el capitalismo no es tonto. Creativo seguro que lo es, pero ¿democrático? ¿Desde cuándo al sistema capitalista le han interesado las bibliotecas, los libros y la literatura? La pretensión de hacernos tragar que el capitalismo ve en las bibliotecas el nuevo sostén de la riqueza de la sociedad es un chiste estupendo para ir a contárselo a los ministros de Economía y Cultura, de los también llamados países democráticos y capitalistas.
El capitalismo democrático debe muy poco a las bibliotecas. Especialmente, cuando este capitalismo apenas si ha hecho algo digno por las bibliotecas y por los bibliotecarios.
Cuando leo este tipo de afirmaciones, atribuyendo, a continuación, a los bibliotecarios funciones la mar de transcendentales para la marcha de la historia y de la sociedad, recuerdo, no sin estupor, las ideas al respecto de Ortega y Gasset.
Dirigiéndose retóricamente a los bibliotecarios les preguntaba Ortega si no sería demasiado utópico imaginar que en un futuro nada lejano ”será vuestra profesión encargada por la sociedad de regular la producción del libro, a fin de evitar que se publiquen los innecesarios y que, a cambio, no falten los que el sistema de problemas vivos reclame”.
Confiaba tanto en los bibliotecarios que cifraba su porvenir en “dirigir al lector no especializado por la selva selvaggia de los libros y ser el médico, el higienista de sus lecturas”.
Curioso. De entre las muchas metáforas que pudo haber elegido para comparar la labor del bibliotecario, Ortega se inclinó por la de médico y la de higienista. En el fondo de esta metáfora latía, y sigue latiendo, la consideración de la literatura y de los libros como farmacopea y, como ironizaba Deleuze, “como una empresa de salud”; en definitiva, una especie de biblioterapia. Naturalmente que sin reparar en que dicha metáfora conlleva el hecho afrentoso de considerar a la sociedad y a los no lectores como realidades enfermas.
Por desgracia, la imagen orteguiana no ha perdido vigencia. En la actualidad, no sólo se eleva a Harry Potter a la categoría del paracetamol, sino que “una biblioteca es como una farmacia bien surtida: hay remedio para cada una de nuestras dolencias. Pero no conviene equivocarse de frasco ni de dosis” ( La Razón , “La última palabra”, suplemento “El Cultural”, 3-10-2002).
Según mi modo de ver, lo peor que le puede suceder a las bibliotecas, y bibliotecarios, es que se crean a pie juntillas dicho discurso. Aunque, felizmente, existen pocos bibliotecarios que acepten semejante retórica de cartón piedra.
II. Biblioteca y desarrollo de la competencia lectora.
“La biblioteca, como institución, sigue siendo el sitio donde mejor se puede aprender a ser un lector pleno y avisado, un sitio no tanto para darse respuestas como para aprender a formularse preguntas”. (Graciela Montes).
¿Qué papel pueden desempeñar las bibliotecas de aula y de centro en el desarrollo de la competencia lingüística y, más en concreto, en el desarrollo de la competencia lectora?
Dada la insularidad de la enseñanza y aprendizaje actual, donde la ciencia va por Úbeda y las humanidades por Babia, la respuesta no puede ser más pesimista: poco o casi nada.
Para mayor desconsuelo, la mayoría del profesorado actual hemos recibido una educación en que la presencia de las bibliotecas ha brillado por su oceánica ausencia. Es decir, no hemos recibido ningún tipo de formación, ni teórica ni práctica.
Tanto es así que en la mayoría de los centros la biblioteca no está integrada en ningún tipo de proyecto; ni, por supuesto, los profesores la tienen en cuenta en la enseñanza y aprendizaje de sus respectivas áreas. Ni siquiera como recurso, que ya es decir. Ignoro si es triste constatarlo, pero lo cierto es que la biblioteca no cuenta para nada en las actividades que se realizan en clave académica.
Por tanto, es muy difícil que, de la noche a la mañana, se intenten transformar las bibliotecas escolares, donde las haya, en el sancta sanctorum de todos los aprendizajes habidos y por haber, incluido, por supuesto, el desarrollo de la competencia lectora. O, como se dice de forma un tanto grandilocuente, transformar la biblioteca en el motor del aprendizaje escolar.
Lo que se gana, pongo por caso, por el lado de la lengua y de la literatura se pierde o se disuelve por el lado de los anfólitos o de las ecuaciones o de las rocas metamórficas.
Mientras no exista un planteamiento interdisciplinar de los aprendizajes los resultados han de ser necesariamente magros y héticos, es decir, de poca sustancia, que diría Mateo Alemán.
Se necesita, en primer lugar, un cambio de mentalidad y metodológico del profesorado. Es verdad que no todos somos profesores de lengua, pero nadie se libra de utilizar el lenguaje para, no sólo transmitir información, ideología, valores y conocimientos específicos de su área, sino, también, para organizar y dar sentido a lo real.
En estos momento, convertir las bibliotecas de aula en redes sinérgicas de todas las áreas, siempre disponibles para ser consultadas, como consecuencia de una planificación interdisciplinar de los aprendizajes, es una ilusión que no entra dentro de lo posible ni de lo real. Unas bibliotecas donde el alumnado consultase por sí mismo y de forma inmediata aquella información que en un momento determinado precisara para completar un trabajo. Para que esto fuese una realidad sería necesario que el alumnado llevara a cabo aprendizajes autónomos e integrados en un plan de centro o de departamento, donde la biblioteca jugase un papel decisivo.
Resulta inaudito que en las aulas no se vean estanterías repletas de libros de lecturas científicas, de matemáticas, de física, de historia, de biología, junto con libros de literatura de todos los países del mundo y de todas las naturalezas estéticas posibles. Es que, por no haber, no existen ni enciclopedias ni diccionarios. ¡Si es que hasta la configuración física de las aulas nos delata!
Como inaudito sigue siendo el hecho de que los centros no elaboren por departamentos un conjunto de lecturas específicas de cada área que el alumnado leerá para satisfacer un objetivo determinado: leer para investigar, para desarrollar la competencia lectora, para disfrutar, para contrastar opiniones e informaciones varias, para aumentar conocimientos de las áreas respectivas, etcétera. Después se dirá en clave de lamentación que los conocimientos previos del alumnado no son pocos; son nulos.
El día en que en un aula de matemáticas o de biología, de filosofía y de historia, se lean libros de científicos, de matemáticos, de filósofos, de historiadores, y que se lean por el simple placer de leer, entonces, quizás, haya llegado el momento de creer que algo está cambiando en el currículum mental del profesorado. Mientras tanto, suspiremos.
Naturalmente que sería un gran avance que las bibliotecas de centro se convirtieran en espacios privilegiados en los que el alumnado pudiera realizar, no sólo lecturas individuales de consulta y de autoperfeccionamiento, sino de indagación e investigación interdisciplinares, como productos naturales de planes de trabajo organizados por equipos docentes multidisciplinares.
En este sentido, cabría recordar la importancia decisiva que adquieren en este aspecto los contextos específicos en que se llevan a término las lecturas y, muy especialmente, las finalidades y objetivos que les dan sentido.
No es lo mismo leer en la escuela, en el instituto, en el aula, en la biblioteca y en el propio domicilio. Los libros que se leen en cada uno de esos ámbitos se colorean con distintas afecciones, sean de carácter intelectual o emocional. No es lo mismo leer para uno mismo que para responder a diez preguntas.
Y tampoco es lo mismo leer para satisfacer unos objetivos determinados u otros. Las lecturas, tanto las que se llevan en el aula como en las bibliotecas, están atravesadas actualmente por el rigor mortis de la escolarización.
Desescolarizarlas se ha convertido en una tarea ineludible.
¿Y qué significa desescolarizar?
No implica que lo que hace el alumnado deba estar desprovisto de una finalidad más o menos académica. Esta no está reñida con las ganas de aprender y de informarse. Dicha desescolarización empieza por hacer tareas en las que el alumnado se sienta acuciado emocional e intelectualmente. Para ello es condición indispensable que tome parte en la selección y en la forma de llevar adelante dichos trabajos de investigación, que señalamos anteriormente.
Es muy raro que los proyectos en los que se involucran todas las asignaturas, como nudos interdisciplinares, no despierten su interés. Quien lo probó, lo sabe.
Termino recalcando un aspecto en el que apenas se repara: la importancia de la biblioteca en desarrollar proyectos de escritura. No sólo porque la lectura sin escritura es una actividad trunca, sino porque es condición indispensable para que el alumnado muestre de verdad que comprende e interpreta lo que lee.
Para ello, no basta con leer documentación variada, informes de naturaleza textual distinta y decodificarla según registros verbales específicos en función de las distintas áreas de conocimiento, sino que resulta del todo necesario que sepa extrapolarla a un lenguaje personal, signo inequívoco de haberlo asimilado.
Mientras tanto es posible que lea, pero ¿lo comprenderá y lo interpretará de un modo competente? La mejor manera de saberlo es que nos lo cuente por escrito.