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  NÚMERO 8
 

ELOGIO DE LA LECTURA.

Carmen Galán Rodríguez. Escritora y catedrática de la UEX.

Cuando supe que estabas creciendo dentro de mí, me apresuré a escribirte un largo libro de viajes para que pudieras leerlo con tus ojos de adulta.

Mi querida Paula:
Cuando me preguntan por qué no puedo dormir sin leer unas páginas y respondo que el sueño ha de venir por un sendero de letras, me miran con cierta severidad a-quién-se-le-ocurre-hasta-las-tantas-la-cama-es-para-descansar. Pero tú sonríes cómplice, porque has librado muchas noches de pesadilla en mi cama-biblioteca, como tú la llamabas, donde has convocado la magia del sueño entre las páginas de un libro. Y muchas veces he apagado la luz de las dos con media historia encima de la cara y otra media entre las sábanas, las gafas y la almohada. Así claro que no tiene ningún mérito ser una apasionada lectora si, como en tu caso y en el mío, hemos vivido rodeadas de libros situados a la altura justa en las estanterías para que la mano curiosa pudiera abrirlos, pasar las páginas, desentrañar sus golosos olores, viajar de ilustración en ilustración y, finalmente, saltar el tiempo trasportadas en alguna historia que no deseábamos terminar nunca.

Jamás te he prohibido leer un libro, es más, te he alentado desde pequeña a ir formando tu biblioteca particular, a catalogarla según el orden que tú impusieras (porque así habían entrado los libros en tu vida) y a redactar, aunque fuera brevemente, una pequeña ficha de lectura. En aquellos pedacitos de cartulina ibas anotando tus impresiones (¡tan subjetivas!), el nombre de los personajes para usarlos en tus primeros cuentos, algunos pasajes que te sobrecogían, adjetivos que podías combinar porque sonaban bien y argumentos, tan detallados a veces, que se convertían en un ejercicio de reescritura infantil sobre aquellas fascinantes historias.

Y nunca te he impuesto leer un libro, porque siempre he defendido que el acto de la lectura no debe circunscribirse a las experiencias particulares y al mundo íntimo de cada cual. Las palabras son un puente de doble vía, nos llegan y nos llenan o vacían, pero también nosotros podemos afirmar sobre cada página nuestra autoridad de viajeros singulares. Y, a veces, conviene esperar tan sólo un poco a que el camino esté despejado para que ningún libro se hunda en una cuneta olvidada y llena de un barro de prejuicios extraños. Quizá sea esta la razón por la que asustan los clásicos, casi apartados ya de las aulas adolescentes. Su condición de “lectura obligatoria”, y por tanto odiosa, los ha relegado al arcén polvoriento de las carreteras secundarias y poco transitadas. Dan miedo los clásicos, aburren, hablan raro y de cosas raras, y es mejor sustituirlos por historias más cotidianas, comprensibles, de las que se pueda sacar algún provecho y en las que no haya que consultar constantemente algún diccionario. Qué error ganar un tiempo que podría perderse saboreando pausadamente otras palabras en lugar de engullir en el self service de “los más vendidos” historias escritas de manera apresurada, al dictado de las modas pasajeras, tan efímeras como banales, tan falsas como sus contraportadas a todo color.

Nunca te he prohibido que dejes un libro abierto y bocabajo hasta la próxima vez, porque eso significa que volverás y que te espera. Y tampoco te he negado que escribas en un libro tuyo. Los márgenes, esos caminos blancos de los lados de la historia, están para ser anotados con tu voz, una vez que has escuchado con respeto la de otros. Pero no sabes cómo se duelen los márgenes vírgenes cuando son pisoteados por los trazos estridentes de quienes, queriendo dejar una constancia estúpida de su presencia en el mundo, estampan con sus zarpas soeces el nombre de un equipo de fútbol, de un cantante famoso, de un amor primerizo (pocas) o de un odio desmesurado (demasiadas), como has visto -lamentablemente- en alguna biblioteca. Sin embargo, no hay que desanimarse nunca, “Hay que ser inventor para leer como es debido”, decía Emerson, y, desde luego, no esperes de ellos más sorpresa creativa que la última melodía acoplada en su teléfono móvil. Nunca alcanzarán a comprender que hemos de leer constantemente: nos leemos a nosotros mismos y al mundo para poder desentrañar dónde estamos y vislumbrar qué somos. Leemos para entender, o para empezar a entender. Y cada lectura edifica lo que seremos sobre aquello que hemos leído previamente. Por eso, el acto de leer genera un miedo tan feroz en los estados totalitarios que suprimen toda letra impresa o la maquillan y disfrazan de simple propaganda; a fin de cuentas, “la ortodoxia es inconsciencia”, escribió Orwell en su terrible novela 1984 (1948). Y en el otro extremo de la misma barbarie, es saludable quemar libros “para evitar cualquier atisbo de melancolía”, como ironizaba Bradbury en Fahrenheit 451 (1953). Sólo que este argumento de ficción fue tristemente cierto en el régimen Nazi de Hitler: el 10 de mayo de 1933, en la Bebelplatz de Berlin ardieron más de 20.000 ejemplares. Hoy, pasados los años, una losa de cristal situada en el suelo de la plaza permite ver una estantería vacía donde está grabada una cita de Heinrich Heine (1817), como si ya anticipara un siglo antes la voracidad de las llamas y la estupidez de las masas: “Das war ein Vorspiel nur, dort wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen” (Eso fue sólo un preludio, ahí donde se queman libros, se terminan quemando también personas).

No corren tiempos felices para la lectura. El reposo íntimo que exige el acto de leer no consiente el vértigo de imágenes por el que navegamos a diario. Pero, desdichadamente, y porque es más fácil ver el mundo que interpretarlo verbalmente, hemos terminado por sucumbir a una cultura de la vista desdeñando, por costosa, la cultura de la mirada. Siempre con prisas, estamos perdiendo el gozo de hojear para ojear sin más. Fíjate, Paula, en lo importante que puede ser para la vida la letra hache.

Sin embargo, no pierdo la esperanza: “Die Utopie beginnt im jetzt” (La utopía empieza ahora), reza el lema bajo el que me fotografiaste en Berlín. Siempre habrá quien mantenga, con Cortázar, que la lectura es un acto de amor. Así, mientras entre las páginas de un libro exista un lector desvelado, sorprendido, enamorado, furioso, aliviado, enfurecido, ávido de palabras, tendremos el consuelo de no estar equivocados.

 
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